Compliance en materia de libre competencia: El caso del Sector Público. Por Rafael Iturriaga, socio de ASCOM. Grupo de Trabajo de Compliance y Sector Público

Varias veces he insistido en la idea de la vinculación positiva del Sector Público a la Ley y al Derecho, tal y como proclama nuestra Constitución.

Si es caso, tal vez debamos flexibilizar esa vinculación en relación con la Administración Local que, a diferencia del resto de administraciones, no se halla sometida a un poder representativo del que depende, sino que ostenta en una única instancia (el Ayuntamiento) tanto el carácter representativo como las funciones ejecutivas (Art. 140 de la Constitución Española).

Tiene sentido, además, este criterio de vinculación negativa (lo no prohibido, está permitido) en la medida en que las instituciones locales cierran (o abren, según se mire) la estructura institucional del Estado y esa función de cierre, o completitud, debe asegurar la capacidad de acción en cualquier circunstancia y ante cualquier evento no previsto normativamente. En efecto, el Art. 25.1 de la LRBRL señala que, para la gestión de sus intereses y en el ámbito de sus competencias, el Municipio puede “promover actividades y prestar los servicios públicos que contribuyan a satisfacer las necesidades y aspiraciones de la comunidad vecinal en los términos previstos en este artículo”

Pero hecha esa salvedad (que no es pequeña, pues España cuenta con 8131 municipios y 50 provincias) el principio de vinculación positiva de la Administración al ordenamiento jurídico, rige plenamente.

Nunca es banal repetirlo. Para fastidio de  ciertos gestores públicos imbuidos de espíritu empresarial[1], ambición e  imaginación comercial[2], el Sector Público recibió, en el Art. 103.1 C.E. el mandato de actuar, “con sometimiento pleno a la ley y al Derecho” y el término “pleno sometimiento”, aún siendo jurídicamente indeterminado, plantea la exigencia de un plus sobre la obligación genérica de cumplir con lo dispuesto en el ordenamiento jurídico, del Art. 9.1 CE…¡Faltaría más!

Pues bien, este Derecho al que ha de someterse plenamente el Sector Público incluye algo que con frecuencia se olvida: el aseguramiento de una libre competencia mercantil, derivada de un mandato constitucional explícito recogido en el Art. 38 CE cuando “reconoce la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado” y determina que Los poderes públicos garantizan y protegen su ejercicio…”

En otras palabras. Que la Constitución, no sólo impone un evidente deber de respeto al ejercicio de la libertad de empresa, sino que exige de todos los poderes públicos, cada uno en su ámbito, una acción positiva de protección y garantía. Es decir, no sólo una obligación de “hacer” (protección), sino de “obtener un resultado” (garantía).

El hecho de que nos hallemos ante conceptos jurídicamente indeterminados no quiere decir que sean menos importantes, ni tampoco confusos. Teleológicamente, el mandato constitucional está muy claro: de alguna forma (margen de discrecionalidad), los poderes públicos han de:

  • impedir las conductas anticompetitivas
  • promover la libre competencia mercantil
  • establecer mecanismos que la protejan suficientemente.

El problema del Sector Público y la libre competencia: la generalizada creencia de su ajenidad, podría partir, además de la inveterada costumbre, de una interpretación errónea del artículo 4 de la Ley de Defensa de la Competencia. En efecto, esta norma, en su apartado 1, señala que, sin perjuicio de la eventual aplicación de las disposiciones comunitarias en materia de defensa de la competencia, “las prohibiciones del presente capítulo no se aplicarán a las conductas que resulten de la aplicación de una ley”. Y es habitual, evidentemente, que el Sector Público actúe en ejecución de un marco normativo que le habilite para hacer, en cada ocasión, lo que sea que esté haciendo. Se obvia que el Apartado 2 del referido artículo 4 especifica que “Las prohibiciones del presente capítulo se aplicarán a las situaciones de restricción de competencia que se deriven del ejercicio de otras potestades administrativas, o sean causadas por la actuación de los poderes públicos, o las empresas públicas sin dicho amparo legal”.

De forma que la interpretación conjunta de los apartados 1 y 2 del precepto ha de conducirnos a un resultado restrictivo. Es decir, que las prohibiciones de conductas anticompetitivas se extienden también a la actuación de los poderes públicos (administraciones generales y empresas públicas), salvo en el caso de que “resulten de la aplicación de una ley”. De una ley formal, no de cualquier otro tipo de norma.

Así pues, esquemáticamente, el Sector Público puede, también, incurrir en ilícitos de competencia. Y puede hacerlo de dos maneras:

En el tráfico mercantil, en cuanto que actúe como operador económico, sea cual sea la forma jurídica mediante la que se manifieste. Para simplificar este análisis, a conciencia de la sinécdoque, me referiré a todas ellas como “empresas públicas”. Pues bien, desde este punto de vista, no hay diferencia entre una empresa pública y una empresa privada. Ambas están sometidas, del mismo modo y con los mismos requisitos, a la normativa de defensa de la competencia, de manera que, a este respecto, me remitiré a la entrada publicada en este mismo blog[3] hace unas semanas.

¿Y qué ocurre con las que, también por simplificar, denominaré “administraciones generales”?

La Ley de Defensa de la Competencia prevé en el Art. 12.3 la legitimación activa de la CNMC para impugnar ante la jurisdicción competente los actos de las Administraciones Públicas sujetos al Derecho Administrativo, así como las disposiciones generales de rango inferior a la ley, cuando de ellos “se deriven obstáculos al mantenimiento de una competencia efectiva en los mercados”. Idéntica legitimación otorga el Art. 13.2 a las autoridades de competencia de las Comunidades Autónomas.

Por tanto, no sólo están proscritas para el Sector Público las prácticas directamente prohibidas en el Capítulo I de la LDC (salvo amparo en ley formal) sino que cualquiera de sus actuaciones (actos administrativos o disposiciones) de las que se deriven “obstáculos al mantenimiento de una competencia efectiva en los mercadosserán ilícitas y, por ello, impugnables ante la jurisdicción contencioso-administrativa.

En este mismo sentido, la Ley 20/2013, de Garantía de Unidad de Mercado (LEGUM) en su Art. 26.1 especifica que cualquier operador económico que sienta vulnerados sus derechos o intereses legítimos por “alguna disposición de carácter general, acto, actuación, inactividad, o vía de hecho”, que pueda ser incompatible con la libertad de establecimiento, o de circulación, en los términos previstos en esta Ley, podrá reclamar su ilicitud.

Asimismo, la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público (LCSP) en su Art. 132, titulado: “Principios de igualdad, transparencia y libre competencia” remacha unas ideas que rezuman a lo largo de todo el texto (que no es precisamente corto):

Unas serían “obligaciones de no hacer”, mal, se entinde:

Los órganos de contratación darán a los licitadores y candidatos un tratamiento igualitario y no discriminatorio y ajustarán su actuación a los principios de transparencia y proporcionalidad.

En ningún caso podrá limitarse la participación por la forma jurídica, o el ánimo de lucro, salvo en los contratos reservados para determinadas entidades (DA4ª)

La contratación no será concebida con la intención de eludir los requisitos de publicidad ni de restringir artificialmente la competencia.

Y otras son verdaderas obligaciones positivas:

Los órganos de contratación velarán en todo el procedimiento de adjudicación por la salvaguarda de la libre competencia.

Notificarán a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia o, en su caso, a las autoridades autonómicas de competencia, cualesquiera hechos de los que tengan conocimiento que puedan constituir infracción a la legislación de defensa de la competencia.

En particular, comunicarán cualquier indicio de acuerdo, decisión o recomendación colectiva, o práctica concertada o conscientemente paralela entre los licitadores, que tenga por objeto, produzca o pueda producir el efecto de impedir, restringir o falsear la competencia en el proceso de contratación.

Por último, señalaba que los poderes públicos tienen la obligación de desplegar las actuaciones que sean necesarias para garantizar (razonablemente) la libre concurrencia. Esta actuación, bien que no definida en su desarrollo, será siempre exigible, por lo que una inactividad, o una insuficiente, o ineficiente, actividad, abriría las puertas de una reclamación por parte de quien pudiera resultar perjudicado, tanto desde la perspectiva concreta del interés reivindicado (Art. 24.1 de la C.E) como desde la de una reclamación patrimonial indemnizatoria de los perjuicios sufridos a causa de esa insuficiente actividad tuitiva del Estado (Art.106.2 C.E.) en cuyo desarrollo, la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público (Art.32.1) determina que:

“Los particulares tendrán derecho a ser indemnizados por las Administraciones Públicas correspondientes, de toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos, salvo en los casos de fuerza mayor o de daños que el particular tenga el deber jurídico de soportar de acuerdo con la Ley”

Así como, en su caso, de una hipotética responsabilidad contable, en la que incurriría la persona responsable de la decisión causante de la responsabilidad pública y, por tanto, del correspondiente quebranto patrimonial, tal y como determina el Art. 38.1 de la Ley Orgánica 2/1982, de 12 de mayo, del Tribunal de Cuentas:

“El que por acción u omisión contraria a la Ley originare el menoscabo de los caudales o efectos públicos (lo que ocurriría de prosperar una reclamación patrimonial) quedará obligado a la indemnización de los daños y perjuicios causados”.

O, incluso, una responsabilidad penal de los responsables políticos y/o de los funcionarios, en los términos del Art. 404 del Código Penal:

“A la autoridad o funcionario público que, a sabiendas de su injusticia, dictare una resolución arbitraria en un asunto administrativo se le castigará con la pena de inhabilitación especial para empleo o cargo público y para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo por tiempo de nueve a quince años”.

Hay, por tanto, una gran diferencia entre una actitud proactiva, vigilante, “militante”, en favor del juego limpio en los mercados, las licitaciones, etc. y una actitud ramplonamente burocrática o, peor aún, directamente corrupta.

Esta cuestión actitudinal no suele ser objeto de la suficiente atención jurídica. A mi modo de ver, ha cundido de tal modo la desesperanza sobre todo lo que tenga que ver con el hecho político y se halla la (incorrectamente) denominada “Sociedad Civil” en un estado de tal idiocia, que nos conformamos con que, desde los poderes públicos no se cometan delitos… O se cometan los mínimos.

Esta actitud de los poderes públicos no forma parte de un margen de discrecionalidad indiferente. A mi modo de ver, existe una obligación positiva de “Buen Gobierno”que, partiendo del referido mandato constitucional del 103.1, ha encontrado plasmación normativa, entre otras, en la relativamente reciente Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno y que exige, por ejemplo (Art. 26.2) que las personas responsables de la gestión pública respeten el principio de imparcialidad, de modo que mantengan un criterio independiente y ajeno a todo interés particular y que aseguren a todos un trato igual, sin discriminaciones de ningún tipo, es decir, “competitivo”.

Hay que recordar que la CNMC, así como algunas autoridades autonómicas de competencia, han considerado culpables de conductas prohibidas por la Ley de Defensa de la Competencia a determinadas administraciones, aún cuando éstas no estaban actuando como operadores de mercado, sino en su faceta administrativa, imputándoles como “inductoras” o “colaboradoras”.[4]

Como expresa la Sentencia del Tribunal Supremo de 18 de julio de 2016 (FJ 4º) “lo relevante no es el estatus jurídico económico del sujeto que realiza la conducta, sino que su conducta haya causado o sea apta para causar un resultado económicamente dañoso o restrictivo de la competencia en el mercado”.

A la vista de todo ello… ¿Se puede seguir actuando como si la cuestión de la libre competenci fuese algo ajeno y distante cuando afrontamos el Compliance del Sector Público?… Creo que no. Y tengo la impresión de que que cada día lo será menos.

[1] https://elpais.com/diario/2003/01/25/paisvasco/1043527208_850215.html

[2] https://www.diariovasco.com/20080419/cultura/tribunal-cuentas-reprocha-guggenheim-20080419.html

[3] https://www.asociacioncompliance.comcompliance-en-materia-de-libre-competencia-por-rafael-iturriaga-socio-de-ascom-grupo-de-trabajo-de-compliance-y-sector-publico/

[4] https://www.cnmc.es/expedientes/vs277907

https://www.competencia.euskadi.eus/contenidos/informacion/resoluciones/es_resoluci/adjuntos/RESOLUCION%20arabako%20lanak%20definitiva%20sin%20firmas.pdf

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